Hay un tipo de dolor que proviene del cuerpo, localizado en una zona determinada, reconocible por medio de los sentidos. Hay otro tipo de dolor, menos específico, pero no menos intenso que no está ligado a lo corporal, a la anatomía del cuerpo físico. Su origen es impreciso, difícil de determinar. No es dolor del cuerpo, sino, y se me permite la analogía, es un dolor cuya fuente está en la anatomía psíquica.
Un dolor que emerge como emerge la urgencia misma de la vida. Un dolor, que se ha llamado dolor existencial. Un dicho popular dice que el dolor purifica, ennoblece, templa el espíritu; que no es posible, aprender si no es con una cuota de dolor, que madurar implica esa misma cuota de dolor; de ese dolor indeterminado que no proviene de un órgano enfermo sino de la experiencia misma de vivir.
Las Religiones apuntalan estas creencias, y el hombre en las vivencias que le impone la vida cotidiana cree ver la corroboración a esta enseñanza. La ciencia también encuentra motivos para confirmar que el dolor es parte del devenir, decimos que, para ocupar un nuevo espacio en la vida, es necesario haber abandonado el anterior; y esto representa una pérdida. Sucesivas pérdidas menores son necesarias para avanzar en la vida.
Pérdidas cotidianas, pérdidas previsibles. Desde el nacimiento a la madurez, el tiempo, medido en el calendario, es pura pérdida. El anverso de esta situación es que cada día que termina habilita uno próximo. Esta evolución cronológica tiene su correlato físico: el cuerpo madura hasta el momento en que comienza su declinación. Este cuerpo que avanza en su destino biológico, sin embargo, no es lo que encierra la vida, sino existencia. A ello llamamos la vida, no al cuerpo sano, no al desarrollo fisiológico del soma. A los dolores propios del crecimiento del cuerpo, lo acompañan los dolores del alma. Dolores como dijimos ligados a la pérdida, en el registro de su representación psíquica.
Dolor y Duelo
Reconocemos el duelo como una manifestación ligada a una pérdida importante, como la de un ser querido, tener que dejar la facultad, tener que dejar un trabajo abruptamente, todas perdidas, con sus respectivos duelos que tenemos que procesar.
El duelo, cuando no se ha tornado patológico, es decir, cuando no se asocia a una predisposición del individuo, tiene una duración de dos años, lapso que insume el proceso de elaboración psíquica de la pérdida. No obstante, no siempre se cumple el ciclo normal esperable, y este acontecimiento se vuelve el disparador o desencadenante de un trastorno psicológico de mayor envergadura. El individuo, en estos casos, no cuenta con los recursos defensivos necesarios para acallar la emergencia del sufrimiento ligado a la pérdida; quedando a expensas de la angustia concomitante. En otras palabras, los avatares de la vida llevan al sujeto en cuestión a experimentar una fijación a partir de la cual su vida misma se ve sumida y arrastrada junto con aquella pérdida.
El dolor ligado al duelo se vive como una experiencia de aturdimiento y desgarro causado por lo insoportable de lo irreparable; ya no es posible volver a la situación o estado de cosas anterior. Para que el sufrimiento causado por la pérdida desaparezca es necesario que lo perdido deje espacio efectivamente a otra cosa. Debemos, convivir lo que se ha perdido con lo nuevo que comienza a ocupar el lugar vacante.
Dolor: la presencia de la Ausencia
Hay quienes sufren sin que pueda descubrirse la causa de su tristeza, sin la evidencia de una pena específica; se vuelven indolentes y continúan sus ocupaciones o diversiones habituales en forma mecánica y sin interés; el intelecto, los afectos y las pasiones parecen inactivos, se vuelven extremadamente apáticos. Esto corresponde al reinado de la pérdida, el reinado de una ausencia que no deja de insistir, de hacerse presente. Se construye así una paradoja desconcertante: la constante presencia de una ausencia que apaga todos los motores vitales del individuo, sumiéndolo en una apatía generalizada. La persona no puede dar cuenta de su tristeza. La indeterminación manifiesta de dar testimonio sobre el origen de su tristeza persevera en el tiempo. La vida misma se convierte en el infierno del cual quiere escapar; la vida misma se le vuelve insoportable. El ancho espectro de la realidad concentra toda su energía sufriente.
Hay dolores de las pequeñas pérdidas, aquellos asociados al abandono de estados que el desarrollo mismo de la vida impone al individuo; que se van transcurriendo invariablemente, con mayor o menor éxito. Hay dolores ligados a las grandes pérdidas ligadas a la experiencia de la finitud; representan el enfrentamiento del sujeto con la evidencia de su mortalidad. Hay dolores además, que no se extinguen, que perseveran, que imponen su ritmo sufriente al individuo; dolores anclados en la negativa a aceptar la lógica del no todo. Todos dolores del alma, no del cuerpo, dolores que no se ubican en la anatomía del cuerpo ni se acallan con analgésicos. Dolores que expresan la magnitud de la existencia, no la continuidad de un cuerpo sano. También dolores que no provienen de una enfermedad orgánica, pero que acaban por enfermar a ese cuerpo. Ausencia, en definitiva, a la cual el individuo, irremediablemente, se tendrá que enfrentar.
Saco abrigadito
Hace 11 años
2 comentarios:
¡Ahy! Cuanta gente hay enferma con dolores del alma buscando su cura en el físico. Tus entradas siempre son muy didacticas e interesantes, pero esta me ha gustado en especial. Besos.
Gracias Iris. Que sigas bien.
Publicar un comentario